El templo del Cosmos

El templo del cosmos El templo del CosmosEl viajero moderno que va a Egipto tiene un conocimiento del mundo natural, y también de la individualidad personal, esencialmente extraño al del egipcio antiguo. Lo más que podemos llegar a experimentar es sólo un eco de lo que una vez fue un paisaje poderosamente resonante; es como entrar en una sala de conciertos justo después de que hayan sonado las notas finales de la sinfonía, con la diferencia de que es nuestra entrada en escena lo que provoca que las notas se desvanezcan. Los dioses no están ya presentes para nosotros como lo estuvieron para los antiguos y es importante comprender por qué.
En la antiguedad, el ser humano sentía que en la parte del mundo que habitaba el todo era una presencia experimentable. Cada región era aprehendida macrocósmicamente. En la experiencia macrocósmica del paisaje la gente veía las fuerza universales, espirituales, activas e inmanentes en el desierto y en la inundación, en el curso del sol, en la cúpula del cielo y en todo el mundo fenoménico. El universo físico tenía una “dimensión vertical”; llegaba hasta las realidades espirituales y las incluía en su interior, pero para la conciencia moderna esas realidades no son ya una experiencia viva. Sin embargo, para el egipcio antiguo un mundo metafísico se derramaba sobre el físico, saturándolo de significado.

La conciencia moderna se ha desarrollado de tal manera que el acceso a la dimensión vertical se le ha ido cerrando de forma progresiva. Para los egipcios antiguos, el conocimiento de la dimensión vertical era una condición de su experiencia de la vida, pero hoy nosotros estamos atados en gran medida a un modo “horizontal” de percepción del que la presencia iluminadora de los dioses ha sido excluida. El corolario de este desarrollo es que ahora somos mucho más conscientes de cómo la parte del mundo en que vivimos no es sino una parte, un segmento del globo. Y si nuestro paisaje llega a impregnarse de valor simbólico, sólo estamos dispuestos a admitirlo como algo meramente subjetivo, como un mero producto del sentimiento. La racionalidad moderna afirma que el único valor objetivo de un paisaje puede tener es el valor económico; además, cada parte del mundo es igual a cualquier otra parte. Y así llegamos a nuestra concepción del todo poniendo juntas todas las partes. La totalidad es para nosotros simplemente el resultado de una suma. Ya nada llega a nosotros de forma natural que nos haga comprender el conjunto como una presencia que habita en la parte, pues cada parte del mundo ha llegado a ser experimentada sólo como un fragmento de un todo concebido de manera puramente cuantitativa. La geografía moderna actúa únicamente en el plano “horizontal”; es una geografía “democratizada” de la que todos los elementos míticos y metafísicos han sido suprimidos.

Aunque apropiarnos de la experiencia del mundo de los egipcios antiguos pueda estar más allá de nuestras posibilidades, no obstante vale la pena intentarlo. Lo que esta experiencia supone es nada menos que una relación completamente diferente con el espacio.

A pesar de los esfuerzos continuos de los físicos modernos por modificar la forma en que pensamos sobre el espacio, la mayoría lo piensa como una especie de contenedor “en” el que están los objetos físicos. Se supone que el espacio es un medio neutral y uniforme, carente de cualidades, en el que existen los objetos. Por ello es relegado al trasfondo de nuestro pensamiento. Nos centramos en los objetos que están “en” el espacio más que en el espacio mismo.

Sin embargo, si dirigimos nuestra atención al espacio, éste se muestra particularmente difícil de aprehender. Tener una experiencia del espacio vacío de objetos -experimentar un “espacio completamente vacío”- es absolutamente imposible. Parece que estamos tratando de agarrar simplemente una abstracción. Para experimentar el espacio, debemos experimentar un mundo de objetos. Y así descubrimos que más que objetos que están “en” el espacio, el espacio está “en” la relación de un objeto con otro.

Nuestra experiencia moderna de objetos espacialmente relacionados es una experiencia de su exterioridad recíproca, y también de su exterioridad respecto de nosotros mismos. Cuando nos referismos a la abstracción que denominamos “espacio”, a lo que realmente nos estamos refiriendo es a una condición de nuestra experiencia moderna del mundo, a saber, su “exterioridad”, su condición de ser exterior a nosotros. Y si experimentamos el mundo espacial como un mundo condicionado por la exterioridad es porque nos experimentamos a nosotros mismos como observadores exteriores del mundo.

Pero la espacialidad no tiene necesariamente que experimentarse de esa manera. Es evidente que en la antigüedad el espacio se experimentaba no simplemente como la condición de la exterioridad de los objetos en el mundo, sino que también revelaba diversos grados de interioridad. Había vastas e importantes regiones del cosmos que existían de manera íntegramente interior en las que prevalecían condiciones muy diferentes, pero de las que deriva y en las que participa el mundo exteriorizado. Como consecuencia, los seres humanos no se sentían simplemente observadores de un mundo exterior. Los objetos tenían una dimensión interior y los seres humanos podían entrar en ellos de una manera que actualmente nos resulta totalmente desconocida.

Esta dimensión interior es, por supuesto, la dimensión simbólica o vertical. Lo que pertenece a ella no es físico. Ahí se localizan los aspectos no físicos de los objetos que tienen un modo externo de existencia, y también las fuerzas, energías y seres no físicos que pueden o no hacerse manifiestos en el espacio exterior.

En los tiempos modernos hay una fuerte tendencia a considerar que esa dimensión interna está dentro de nosotros. Tiene a localizarse dentro de la subjetividad humana, consciente e inconsciente. En la antigüedad, en cambio, el espacio interior se consideraba objetivo y poseedor de una existencia independiente de la psique humana. Era un reino que la gente percibía o en el que se aventuraba, más que un dominio confinado a la psique humana individual o colectiva. Si debiéramos señalar una diferencia importante entre la conciencia moderna y la antigua, sería ésta: que mientras que la conciencia moderna siente que contiene en sí misma un mundo interior, la conciencia antigua se sentía rodeada por un mundo interior. Y mientras la conciencia moderna siente que los objetos están contenidos en el espacio exterior, o al menos separados unos de otros por un espacio que está “entre ellos”, la conciencia antigua sentía que los objetos contenían, y por lo tanto podían revelar, un espacio interior, metafísico. Era esta experiencia de una dimensión interior del mundo, no subjetiva, la que alimentó y sustentó la antigua cosmovisión simbólica. La decadencia de este modo de experimentar el mundo, que lleva a que los objetos se vuelvan cada vez más opacos e incapaces de transmitir cualquier valor transcendente, está detrás del desarrollo de la cosmovisión secular, materialista, de la modernidad.

El templo del Cosmos.
Jeremy Naydler.
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